¿INSTINTOS EN PELIGRO DE EXTINCIÓN?

enero 12, 2018








Escuché la historia de Zulú en un programa de televisión sobre una reserva de animales salvajes en Gondwana, en el corazón de Sudáfrica. Zulú es un guepardo que, a la muerte de su madre,
fue criado por humanos como una mascota. Por suerte, sus dueños comprendieron que para
Zulú era mejor adaptarse a vivir en libertad. Ahora está bajo la protección de esta reserva de animales, donde sobre todo se ocupan de aquellos que están en peligro de extinción.

Los encargados de la reserva explican que su trabajo con Zulú es tratar de devolverle a su
estado salvaje, dejar que renazca en él esa animalidad que está escrita en sus genes y que
no había sido capaz de desarrollarse hasta ese momento porque Zulú había vivido solamente
como una mascota entre los humanos. En la reserva intentaban introducirlo progresivamente desde espacios cercados más pequeños, de donde se había escapado varias veces, a otros
más amplios, donde pudiera ir recuperando su vida natural y sus instintos de guepardo.
Quienes lo tienen a su cuidado explican que el caso de Zulú no es en absoluto el único, sino que lamentablemente se trata de un problema bastante extendido. A menudo, mucha gente separa a estos animales de su medio natural sin comprender que al hacerlo los está “desnaturalizando”, pues se tienen que adaptar a una vida que no es la que está grabada en sus genes, y donde su instintividad natural no encuentra un espacio en el que vivir en condiciones.
El propósito de volver a hacer de Zulú un animal salvaje capaz de cazar, tener cachorros y sobrevivir en la selva, cosa que en ese momento era todavía imposible, me pareció uno de los proyectos más hermosos y respetuosos con la naturaleza que conozco.



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Mientras escuchaba a sus cuidadores contar la historia de Zulú, sentí una gran empatía hacia él, pero entonces comprendí que lo que verdaderamente me emocionaba de su historia era que en ese guepardo era fácil ver un reflejo de mi propio animal interior, es decir, la historia de Zulú desvelaba la evidencia de cómo nuestros instintos salvajes y primitivos han llegado a estar tan domesticados -como le había ocurrido a él- que ya no somos capaces de conectar con ellos fácilmente, e incluso parecen estar como esos mismos animales, en peligro de extinción. Comprendo la necesidad evolutiva e histórica de domesticar los instintos, pero también soy
muy consciente del frío vacío que dejan cuando esta “domesticación” ha llegado tan lejos que
los instintos ya parecen no existir. Zulú, igual que todos nosotros, fue desprovisto de su
capacidad instintiva natural, pero esto, que nos ha ocurrido a la mayoría de los que vivimos
en las sociedades civilizadas occidentales, es mucho más evidente cuando le ocurre a un
guepardo, para el cual entrar en la selva se ha convertido en un auténtico peligro,
a pesar de que, paradójicamente, se trate de su hábitat natural.

Su historia me dio conciencia de la necesidad de sentir más cercano a mi animal interior, intentando conseguir algo parecido a lo que el equipo de trabajadores de la reserva africana trataba de lograr con Zulú, es decir, recuperar algo de esa instintividad natural que todavía vive
en nosotros, aunque en condiciones lamentables. 

Una prueba de esta instintividad incomprendida y falseada está en las imágenes de los animales que aparecen en tantos dibujos animados que nada tienen que ver con el animal real que hay detrás del dibujo amable, o en tantos ositos amorosos de peluche que se abrazan con cariño
y que no tienen ninguna relación con la realidad vital y trágica de un oso auténtico en peligro de extinción, o incluso en tantos animales que languidecen en las jaulas de los zoos o de los circos convertidos en un espectáculo. Al ver a Zulú, ese majestuoso guepardo, tan poderoso y a la vez tan frágil, tan confiado y a la vez tan inconsciente de su propia fortaleza, y al ver cómo su historia hacía eco en la de mi pobre animal interior, tan alejado de sus raíces, tan inconsciente también
de su fuerza salvaje, descubro esa misma necesidad de recuperar la instintividad perdida,a la vez que quisiera conservar la esperanza de que su naturaleza animal no haya desaparecido para siempre.
Reconozco la esperanza, o la necesidad dormida, de que con cuidado y con el espacio y la

atención adecuadas, mi Zulú personal pueda recuperar algo parecido a su estado salvaje,
a sus capacidades naturales aún sin domesticar. Quizás entonces ese animal interior sería 
capaz de volver a correr libremente por la selva de la vida conservando sus capacidades 
instintivas intactas y disfrutando de su energía salvaje natural, su naturaleza primigenia más auténtica. Pero a pesar de la gran emoción despertada por estos insights, está claro que, 
para los humanos, recuperar la base instintiva regresando a un nivel primitivo y salvaje no 
puede ser una solución, pues eso significa que se perderían siglos y siglos de desarrollo de la conciencia, la aportación más valiosa que, para bien y para mal, el ser humano ha podido hacer a la vida del planeta.

¿Entonces, qué hacer? B. Hannah nos comenta que Jung, en un ensayo no publicado, dijo que “Regresar a la naturaleza en el sentido primitivo sería una mera regresión; pero esforzarse por alcanzar este estado por medio del desarrollo psicológico es totalmente diferente, pues se está haciendo de una forma consciente lo que, con anterioridad, se había llevado a cabo inconscientemente. Por lo tanto, resulta obvio que, si penetramos en la naturaleza de nuestros animales (interiores) no debemos perder, por ningún motivo, nuestra conciencia tan difícilmente obtenida.”


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Este comentario de Jung sitúa la recuperación del animal interior en un plano diferente. 
En absoluto se trataría de realizar una regresión a un estado instintivo anterior, sino que la cuestión se plantearía en un terreno donde conciencia e instinto no se oponen, pues valorar la conciencia y despreciar al instinto sería tan absurdo como matar a la gallina de los huevos de oro y despreciarla porque ya tenemos uno de sus brillantes huevos en el bolsillo, cosa que nos puede hacer sentir patéticamente superiores. Por otro lado, despreciar a la conciencia y valorar el instinto de forma incondicional nos haría regresar a un estado primitivo en el que se perderían todos los logros que con tanto esfuerzo ha ido consiguiendo la humanidad. Parece que la única solución es tratar de lograr que la conciencia llegue a recuperar su vínculo con el instinto y de ese modo pueda asimilarlo conscientemente.
Esto no sólo es deseable, sino imprescindible, pues “sin la ayuda de nuestros instintos, no podríamos hacer gran cosa. Uno de los síntomas más aterradores de nuestros días es el grado de separación que hemos llegado a tener de ellos” , pero, ¿cómo recuperar ese vínculo entre la conciencia y el instinto?, ¿cómo contar con la ayuda de los instintos cada vez que la conciencia no sabe cómo resolver una situación?, ¿cómo recibir la ayuda de ese animal interior que vemos simbolizado tantas veces en nuestros sueños, fantasías, o que suele aparecer en los cuentos ayudando a su protagonista a superar sus pruebas iniciáticas, por difíciles que éstas sean.

Quizás el primer paso sea reconocer el valor del animal en nosotros, cosa que conlleva valorar y por tanto respetar a los animales reales con los que convivimos, a la par que valorar y respetar la naturaleza que nos rodea, pues es una evidencia psicológica que nuestra manera de tratar a la naturaleza y de relacionarnos con ella es un indicador de la manera como tratamos a nuestros propios instintos, que son nuestra naturaleza interior. 
En el Libro Rojo, hablando de esta valoración de los animales, e incluso llegando a verlos como un ejemplo para los humanos, Jung comenta: “Observa a los animales cuán justos son, cuán honestos, cómo obedecen a lo que traen en sí, cuán fieles son a la tierra que los soporta, cómo cuidan a sus crías, cómo van juntos por el alimento y cómo se atraen unos a otros al manantial. No hay uno que esconda su superabundancia de presas y deje morir a sus hermanos de hambre. No hay uno que delire con ser elefante, aunque en realidad, sea un mosquito. El animal vive decente y fielmente la vida de su especie y nada por encima ni nada por debajo.” 

Por eso, la capacidad de valorar a los animales y de descubrir todo lo que todavía podemos aprender de ellos es quizás el primer paso para acercarnos a nuestro animal interior y superar la separación y el desarraigo que hemos llegado a tener de nuestra base instintiva. También en un seminario en 1930, Jung comentaba: “tenemos prejuicios en lo que concierne a los animales. La gente no me entiende cuando les digo que deberían familiarizarse con su parte animal, o asimilarse a ellos. Creen que los animales siempre saltan por los muros y siembran el caos por la ciudad. Por el contrario, los animales son ciudadanos decentes en la naturaleza. Son piadosos, siguen su camino con bella regularidad, no hacen nada extravagante. Sólo el hombre es extravagante. Por eso, si asimilas el carácter del animal, entonces te conviertes en un ciudadano especialmente fiel a la ley, vas muy lento, te vuelves muy razonable en tus modales, en tanto que seas capaz de lograrlo”.


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Así pues, visto psicológicamente, el yo, como sujeto de la conciencia, tiene mucho que aprender del animal interior, mucho que observar, que escuchar, que descubrir y que asimilar de él, mucho que comprender de su significado para nuestra psique. Esto significa que la relación a alcanzar con el propio instinto no tendría que ser la de una confianza “ciega”, cosa que anularía la conciencia, sino la de una confianza reflexiva y “consciente”, como también explica B. Hannah. Y esta confianza consciente está relacionada con la capacidad de buscar su significado arquetípico siempre que el instinto aparezca representado como un animal en un sueño o una fantasía.
Si se encuentra su sentido, esto nos pone en contacto con la sabiduría profunda de nuestra base instintiva, puesto que en ella se encuentra la sabiduría de nuestra especie, almacenada durante miles y miles de años.

Ju
ng hablaba de la importancia de permanecer en contacto con el “hombre de dos millones de años” que vive en nuestro interior. Seguramente ese hombre, o esa mujer de dos millones de años era capaz de admirar profundamente y respetar a los animales, y también sabía escuchar a sus propios instintos, que consideraba “divinos” o numinosos. A esta figura ancestral, que todos llevamos en nuestro interior, seguramente le costaría mucho entender nuestra torpeza e indiferencia para permitir este brutal desarraigo que hace que incluso nuestros propios instintos parezcan estar en peligro de extinción. Aunque esto es imposible que ocurra, porque el instinto, o el animal inconsciente en nosotros, siempre actuará como una reacción que se opone al exceso de unilateralidad de la conciencia.
Pero llegado el caso, si lo hace de manera autónoma, como un último recurso desesperado de la naturaleza, puede ser que el resultado no sea nada favorable para nosotros.
Jung explica que “la condición original primitiva inconsciente del ser humano es una especie de roca que contiene oro, y si uno somete este cuerpo a cierto tratamiento, en este caso psicológico, la roca devolverá el oro: ésta es una analogía de la llamada transformación de los instintos: Uno sencillamente separa ciertos instintos que se encontraban contenidos en el inconsciente original, los trae a la conciencia, y de esta manera uno cambia naturalmente la condición original del ser humano primitivo. Se vuelve consciente, la conciencia es el oro que antes se encontraba contenido en el inconsciente, pero distribuido de tal forma que era invisible.” 

Esto parece ser una realidad psicológica, pero el problema es que olvidamos con mucha facilidad que el oro de la conciencia no es un mérito propio, sino que nos viene dado por la naturaleza, y que la sabiduría que hemos extraído de los instintos no es una propiedad privada que pertenece a la conciencia, sino algo vivo y cambiante que solamente permanece con vida en la medida en que nos mantengamos en armonía con esos instintos y podamos seguir escuchando su voz. Así pues, para acercarnos a esa sabiduría que está en los instintos, y a la vez evitar que se produzca su desarraigo, habría que recordar que no se ha extraído, ni seguramente se extraerá nunca, todo el oro de los instintos, sino que por el contrario los instintos son la cantera, la mina, el terreno privilegiado y fecundo de donde siempre y constantemente seguirá surgiendo el oro de la conciencia. 
Sin la relación con el instinto nada es “nuevo”, nada sirve, las verdades envejecen, dejan de ser adaptables a nuestra realidad, por lo que es necesario tratar una y otra vez de extraer de nuestra psique natural ese oro que es la conciencia, bajar una y otra vez al pozo de nuestros instintos para contrastar lo que la conciencia ya cree saber y atesora pero que quizás ha dejado de ser una verdad viva. De lo contrario, miraremos el oro ya extraído y del que nos sentimos tan orgullosos y, con el paso del tiempo, quizás lleguemos a comprender que ha ennegrecido y ha perdido todo su valor.


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Por ello, para volver a contactar con los instintos, para valorar el animal que vive en nosotros, para que nuestro Zulú interior recupere su base instintiva perdida, no se trata en absoluto de despreciar, ni de infravalorar, los logros de la conciencia, sino que sería necesario volver a poner a la conciencia en contacto con los instintos, e incluso a veces ponerla a su servicio, tratando de escuchar y entender tanto el lenguaje del cuerpo como al animal interior concreto que viene a visitarnos en nuestros sueños y fantasías. Seguramente sería de ayuda atreverse a dibujarlo amorosamente y aprender nuevos aspectos de sus características esenciales, de sus hábitos, de sus virtudes y rarezas… intentando profundizar en su significado arquetípico, reconociendo en él esa sabiduría profunda que necesitamos y que se va convirtiendo en oro conforme la vamos integrando.

Pero en realidad seguramente no hay que preocuparse demasiado de qué pasos concretos se pueden seguir, no es necesario elaborar ningún método riguroso, porque por suerte se trata de una relación, y haríamos bien en confiar en lo que puede salir de esta relación, pues el animal en nosotros, nuestra naturaleza básica profunda, nuestro inconsciente, siempre va un paso por delante, tiene una sabiduría que está más allá de nuestro conocimiento consciente. Recordemos que es el pozo de donde surgió la conciencia, tan joven comparada con la antiquísima e inmemorial vida de nuestra naturaleza en el planeta.

Por María Mora Viñas
Tomado de : Editorial Fatamorgana.

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